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Qu el viaje merezca la pena.

Primeras veces.


La primera vez que vi de cerca un viaje en bicicleta fue en la azotea de un hostel en el norte de India. Fue a través de la historia de dos españoles, Guillermo y Lucas que me contaron cómo se habían conocido en el avión y cómo juntos emprenderían la primera etapa a pedales. Esta historia era narrada junto a otros viajeros en una cena donde los desconocidos comenzábamos a ser amigos en torno a la misma pregunta. ¿Por qué India?


La mayoría tenía India como un lugar de tránsito, casi todos estaban recorriendo Asia y querían llegar a Nepal, estábamos muy cerca de la frontera así que no era extraño ese deseo compartido. Pero volviendo a esta historia particular, Guillermo había pedido seis meses de reflexión -imagino que se refería a excedencia- y Lucas, por su parte, haría un recorrido de Norte a Sur sin pensar demasiado en el tiempo; únicamente anclado a querer cumplir ese sueño que por trabajo y otros temas fue posponiendo.


Wow, un viaje en bicicleta del norte a sur de India.


Pero no, entonces para mí no era nada llamativo. Por aquél entonces tenía 24 años, viajaba sola y no sabía inglés; ya me parecía suficiente aventura la de lidiar con todo eso como para además hacerlo sudando. De hecho pensé algo así como ¿qué necesidad? Me imaginaba más un viaje deportivo, una competición que hacer deprisa, un recorrido en mallot donde llegar jadeando a los templos que un viaje lento donde conocer los rincones más profundos de la cultura, a un ritmo en el que a todos les da tiempo a saludarte y a preguntarte, de corazón, cómo estás o cómo te sientes.


De India a Holanda.


Después del viaje a India me fui a vivir a Holanda. El primer día que llegué a la casa donde iba a trabajar me dejaron dos bicicletas, la que sería la mía personal y la bicicleta con la que llevar a los niños. Estaba tan poco acostumbrada que, el día de prueba con tres niños dentro del carro delantero fuimos a un centro comercial a comprar unos helados y yo sentí en ese momento que algo estaba pasando. Observé el temblor del suelo y pensé que podía ser el metro, que tal vez pasaba por debajo del supermercado, pero también pensé en lo peor cuando el temblor no paraba: era un terremoto y nadie se estaba dando cuenta.

Quizás debería haber pensado que avisar a Laura —la madre de los niños— mientras ella estaba tranquila no era la mejor opción, y riéndose me dijo “creo que son tus piernas, tranquila a todas les pasa al principio”.


Poco a poco.


Terremotos imaginarios controlados la bici se fue convirtiendo en amiga. Todavía me costaba dirigirla con dos cervezas pero pronto dejé de ser un peligro. Vivía cerca de un bosque así que era la mejor opción para atravesarlo y llegar a la ciudad, —Recuerda que Holanda es plana, por lo que atravesar un bosque es hacerlo por una vía preparada para bicicletas con desnivel menos cero-. Usando la bici a diario, y con el poco esfuerzo físico que suponía el país, hicimos la primera excursión cuatro amigas y yo, donde recorrimos varios de pueblos del norte de Holanda y donde ya, ahí sí, pensé en la bicicleta como un medio de transporte muy acorde con mi forma de vivir. Recuerdo una parte donde un camino asfaltado unía dos trozos de tierra, a mi derecha tenía un lago enorme y a la izquierda el mar y yo pedaleaba por esa plataforma que parecía infinita hasta llegar a una isla custodiada por vacas. Esa sensación de absoluta libertad, de poder vivir el viaje con todos los elementos cerca: el calor, el aire, el sol en la piel, el sonido del mar, el propio movimiento del cuerpo y de poder parar a descansar a comer en cualquier sitio me hicieron sentir tremendamente feliz. Aunque había viajado mucho en furgoneta, esto era otra cosa.






Primer viaje a dos ruedas.


Tenía pensado volver a España pero antes quería despedirme del país en bicicleta. —Esta historia si ya has leído Ropa Vieja, la conoces— pero para los que no lo hayan hecho, déjame que haga un inciso breve: cuando estaba en Holanda mi cuerpo empezó a enfermar y llevaba tres meses arrastrando fiebres altas y cansancio, así que tenía que volver a España para visitar a un médico.

Como ese cansancio al principio no era permanente, en uno de esos descansos en los que mi cuerpo se sentía bien cogí algo de ropa, la cámara de fotos y me fui a hacer un recorrido de siete días.




Sin entrar en detalles para no convertir esto en el capítulo de un libro, voy a confesarte que no tuvo ninguna dificultad y que al hacerlo tan planificado no lo sentí viaje en bicicleta. Dormía en casa de amigos de amigos, otra noche lo hice en un hotel y otra, la más especial, en la casa de una mujer que había hecho el camino de Santiago tres veces y hablaba perfectamente español. Sin darme cuenta, había conectado con lo que más me hace crecer en un viaje: las personas y las historias que habitan en ella.


La historia de Antje.


Antje, que es como se llamaba la mujer que me acogió, vivía sola en una pequeña granja que ya no era granja si no una casa llena de flores. Nunca quiso casarse, aunque vivió en pareja durante 23 años, pero su marido —que no era marido, pero sí padre de su hija— un día decidió confesar que ya tenía otra familia a la que quería volver a buscar. Pero las historias son catástrofes o puertas abiertas según las queramos vivir, y Antje en lugar de querer castigar el suceso y encerrarse a llorar decidió hacer aquellas cosas que antes no había hecho. Empezó a construir un espacio en la granja de sus padres y tenía pensado, una vez terminara de trabajar, retirarse allí y empezar a viajar: camino de Santiago, Egipto, Grecia… pero una nueva puerta se abrió en lo que parecía ser catástrofe. Sufrió un accidente laboral y perdió dos dedos de la mano y un poco de movilidad en el brazo izquierdo. Su puerta abierta fue que en lugar de lamentarse por no poder terminar la casa empezaría por la lista de viajes; no podía conducir pero sí andar. Imagino que con esta pista ya sabrás qué viaje hizo primero, pero lo que no te esperas es que en el Camino de Santiago se enamoró de un Belga que vivía en Asturias y con el que viajo durante los cinco años siguientes. Como ella quería viajar y el Belga quería parar se separaron, pero seguían siendo amigos.



Que el viaje merezca la pena.


Recuerdo la historia de Antje con enorme ternura, tanto la tengo en mi diario de Holanda junto a una frase que me marcó y que he ido a buscar para compartirla contigo.

Como el fin de esto que estoy escribiendo es compartir mi viaje y las historias que me encuentro, me parece justo empezar con una que me removió los inicios de mi etapa viajera.


“Empecé a viajar 58 años por una jubilación (me mostró su mano refiriéndose al accidente que sufrió y por lo que la jubilaron antes de tiempo). Al principio lo hice con miedo, ¿Dónde voy sola y a mi edad? Cuando se me quitó el miedo lo hice enfadada por no haber viajado antes, y ahora con 72 lo hago alegre y feliz, y sin esperar nada más que de ser mi último viaje haya merecido la pena haber llegado hasta aquí”.


Y con esto quiero terminar. Me falta mucho por contarte sobre cómo siguió —y cómo no siguió— la bicicleta en mi vida hasta hacer este viaje que estoy viviendo ahora, pero me parece importante hacerte esta pregunta.



Aunque nunca me gustó demasiado la expresión “merecer la pena” todos sabemos lo que significa.

Supongamos que tu viaje, es tu día, es hoy. Y que todo lo que has estado haciendo hasta hoy son pequeños pasos que te han llevado a lo que eres y a lo que estás viviendo.


¿Está mereciendo el viaje la pena?


Ojalá sea que sí, pero si es un no, recuerda que el mundo está lleno de puertas y que a veces solo hay que dar un pequeño empujón para ver si están abiertas, o incluso dejar de vivir la catástrofe como catástrofe y reflexionar sobre qué hay detrás de ella.


Que seas feliz.



Pesteana. Rumanía. 30 de abril de 2022.

Escribo en un lugar hermoso de un ex viajero que recorrió medio mundo en bicicleta vendiendo pulseras y sueños.

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